En este arranque del mes de noviembre estoy actualizando el blog a un ritmo más lento de lo habitual. Aunque he pasado un par de días no demasiado buenos en cuanto a mi estado de ánimo, el principal motivo es que intento dar los últimos retoques al relato que pretendo presentar al XI Concurso Literario del Ka-Tet, cuyo plazo expira el próximo dia 10 de noviembre. Me gustaría haber terminado el relato mucho antes, pero esos quince días de vacaciones, aunque estupendos, me han roto el ritmo de narración que tenía. Hoy os dejo con un relato que presenté al I Concurso Temático Ka-Tet-Corp. de Relatos Breves, que versó sobre el universo zombie. Espero que sea de vuestro agrado, yo la verdad me lo pasé muy bien mientras lo escribía.
La cordura es algo tan etéreo...
Como todo lo inherente al ser humano, es volátil e inestable. A veces la línea que separa la cordura de la locura es tan fina e imperceptible que no se sabe a ciencia cierta cuando estás de visita en un lado u otro, nunca sabes cuando se va a producir ese chasquido que convertirá tu cabeza en un jodido avispero, ni cuando vas a tener la desgracia de contemplar con tus propios ojos un espectáculo tan bizarro y desconcertante como para licuar tu cerebro y convertirlo en souflé de sesos, dejándote medio catatónico y sumido en la desesperación. Esas cosas llegan sin avisar: el mal fario, las malas noticias, lo extraño e inexplicable… Te sorprenden, sobrevienen de manera inesperada, dejándote sin margen de maniobra, sin que apenas tengas tiempo de despedirte del bando de los sensatos. En apenas un instante ya eres un zumbado más.
Además, cuando todo el mundo se vuelve loco, mantenerse cuerdo es simplemente demencial.
Jeff emprendió su particular viaje hacía el Planeta Majareta el día en que gran parte de la población mundial decidió comprobar si realmente la carne humana sabía a pollo, al mismo tiempo que los muertos se unían a la fiesta, hartos de vivir confinados bajo toneladas de tierra. Fue testigo directo de ese “despertar” cuando algunos de sus vecinos de Windsor Heights irrumpieron en el Dairy Queen aquella mañana, inundando el pequeño local con sus extraños gemidos y lamentos, como una especie de gárgaras intercaladas con un rechinar de dientes que ponía los pelos de punta. El chaval de los Morrison, Billy Derry y su mujer, la señora Hendrix… Todos se abalanzaron sobre los pobres desgraciados que se encontraban desayunando, ajenos al hambre y a la furia que se les venía encima, incapaces de evitar la lluvia de dentelladas y aquellas manos, crispadas como garras, que pronto les dejarían reducidos a despojos humanos.
Stanley Harvey, que trabaja en la inmobiliaria Realty Xperts justo enfrente de la cafetería, atravesó una de las ventanas aterrizando a menos de un palmo de la mesa en la que Jeff y Susan charlaban animosamente. Era inevitable dirigir la mirada hacia el lugar donde debería haber estado su brazo derecho sustituido por una grotesca y sanguinolenta amalgama de jirones de camisa y colgajos de carne en torno a un par de enormes y brillantes astillas de hueso.
Sin posibilidad de apearse de ese demencial tren que circulaba ya a toda máquina, Jeff alcanzó el punto de no-retorno en el mismo instante en el que el señor Harvey se incorporó apoyándose en su único brazo y le dió un enorme mordisco a Susan delante de sus propios ojos. Todo ocurrió en cuestión de segundos, como si uno de esos prestidigitadores de pacotilla hubiera envuelto la cabeza de la pobre chica en un ridículo pañuelo de raso con estrellitas y... ¡CHAN-TA-TA-CHAAAAN!! ¡Media cara de Susan ha desaparecido entre los dientes de tu vecino! Evidentemente, Jeff jamás había visto un espectáculo de magia semejante, donde los aplausos habían sido sustituidos por los casi obscenos sonidos de los huesos crujiendo y rasgando la carne, del rítmico borboteo de Dios sabe qué clase de fluidos salpicando el suelo, y Webb Pierce cantando “You´re not mine anymore” sonando de fondo en la KJJY. Pura ironía.
¡Jeff, ayúdame! ¡Quitamelo de encima, por Dios! ¡¡¡JEEEEEFF!!!
No fue el telón el que cayó como colofón al sobrecogedor número del señor Harvey, sino Susie, la Masticada, quien se precipitó hacia el suelo desde su silla, derramando el Vanilla Galaxy de cinco pavos (doble de nata, oferta especial de la semana!) sobre el espeso charco de oscura sangre que ya se habia formado en la mesa. Jeff contemplaba la dantesca escena atónito, agarrándose la cabeza con ambas manos y tratando de reprimir las naúseas y el miedo que le impregnaba por completo, como una especie de sudor especialmente pegajoso. Permaneció así durante unos interminables segundos, entre temblores y boqueando en busca de la cordura que le abandonaba a borbotones. Del mismo modo, la sangre manaba de la cara destrozada de Susie que también abría y cerraba la boca desde el suelo de forma dramática, tratando de introducir aire en unos pulmones cada vez más encharcados. La dentellada del señor Harvey le había arrancado la carne de la mejilla izquierda desde el ojo hasta la barbilla, dejando parte de la dentadura y el reluciente hueso del pómulo al aire y convirtiendola en candidata número uno a Miss Sonrisa Descarnada.
¡Jeff, ese estúpido vecino tuyo acaba de arrancarme media cara! ¡¡Mueve el culo, joder!! ¡Ayúdame!
Aún no había terminado de engullir el carillo de Susan cuando algo llamó poderosamente la atención del señor Harvey. Con la sangre fresca aún resbalandole por la barbilla, levantó la cabeza hacia el lugar donde Donna Cole se deshacía en agudos chillidos mientras estaba siendo literalmente descuartizada en vida, llenando las cubetas de helado con algo similar al sirope de frambuesa, pero más oscuro, espeso y que además despedía un fuerte olor metálico. Stanley no dudó en sumarse a la fiesta, y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba escarbando con la mano que le quedaba en el pecho de la camarera. Pobre chica. Donna odiaba pasar las vacaciones de verano en Des Moines, donde el calor solía ser asquerosamente húmedo y pegajoso, y tenía pensado pasar algunos días en la casa que su tia Kathy tenía en Pahokee, a orillas del lago Okeechobee. Después de la carnicería, los restos que quedaran de ella pasarían el primero de muchos veranos pudriéndose a la sombra tras el mostrador del Dairy Queen.
Jeff seguía totalmente imóvil, paralizado contemplando cómo se le escapaba la vida a Susie. La irregular respiración de la chica y las pequeñas burbujas que se formaban en la sangre alli donde minutos antes había estado su ligeramente maquillada mejilla le tenían completamente atenazado por el horror. El silbido que el aire producía al escapar por el agujero de la cara de Susan era como una letanía que le estaba volviendo loco, retumbando en su cabeza. Él la quería, se lo dijo a sí mismo y también se lo dijo a ella con un hilillo de voz que apenas si pudo escapar de sus labios. Pero, ¿eso de qué servía ahora? Resultaba inútil, como intentar llenar el Gran Cañón con un susurro.
¡Por el amor de Dios, Jeff, espabila! ¿Vas a dejar que Stanley me arranque las tetas como a Donna?
¡Sácame de aquí! ¡VEN, VEN!
Esa voz llevaba un par de minutos resonando en su cabeza y guardaba un extraordinario parecido con la de Susan. Aquel ¡VEN! se incrustó como una espina en su sesera y comenzó a rebotar contra las paredes de su cráneo, resquebrajando el pánico que le tenía entumecido y rompiendo el hipnótico estado en que todo ese montón de sangre y las vísceras que volaban de un lado a otro del local le habían sumido. Segundos después se encontraba ante la puerta con Susan en brazos y dispuesto a abandonar ese lugar de pesadilla, ajeno a la matanza que continuaba a sus espaldas, tras el mostrador del Dairy Queen, donde los gritos de los vivos habian cesado y lo único que se escuchaba era un sonido asqueroso, similar al cochiqueo de los cerdos cuando comen.
A estas alturas supongo que ya os habreís dado cuenta que Jeff y Susan forman una encantadora pareja desde su último año juntos en el instituto Herbert Hoover. Es más, están recién prometidos. Tres meses antes del principio del fin, Jeff daba el esperado paso y a Susan se le iluminaba el rostro con una enorme sonrisa de felicidad, en la misma heladería y en la misma mesa en la que semanas después perdería media cara y toda una vida. Y aunque compartían techo desde hace varios años, la idea del matrimonio no cuajó en la mente de Jeff hasta que los oscuros nubarrones que ensombrecían su situación laboral se disiparon. El día que el señor Hicox, gerente del Van Wall Group, le comunicó su ascenso a Jefe de Ventas de Maquinaria Agrícola, Jeff compró un anillo de compromiso en la joyería de la señora Kathryn, a la que le rogó encarecidamente en varias ocasiones que no se le escapara ni una palabra, ya que para Susan iba a ser una tremenda sorpresa. Y vaya si lo fue.. Susan jamás olvidaría el momento en que Jeff sacó la alianza de la pequeña cajita de terciopelo y tomó su mano entre las suyas. Poco importó que el anillo hubiera costado tan sólo cuatrocientos dólares, o que la pedida hubiera sido en la heladería que había justo enfrente de casa… Tres meses después estaría, cómo decirlo… más o menos muerta.
Al cruzar el umbral de la puerta, la luz del sol le impactó de lleno en el rostro, y Jeff tuvo que bajar la cabeza unos instantes mientras sus ojos se adaptaban al torrente de luminosidad que bañaba esa radiante mañana de verano. En ese momento, y mientras caía en la cuenta de que sus zapatos estaban manchados con lo que él supuso que era sangre de Susan, un par de sutiles ladridos de satisfacción desviaron su atención un par de metros a la derecha. Allí, el pastor alemán de Harvey había encontrado el brazo perdido de su amo, convertido ahora que no lo necesitaba en un sabroso snack para perros. La grotesca visión del chucho devorando con fruición el miembro humano hizo que el estómago de Jeff empezara a contraerse y unas violentas arcadas hicieran acto de aparición.
¡Oh, vamos!, ¿no me digas que vas a vomitar? ¡Sólo es un perro hambriento dando buena cuenta de un poco de carne fresca!
La arenga le hizo apartar la vista y trató de olvidarse cuanto antes del perro y su golosina, inspiró profundamente un par de veces y finalmente consiguió mantener el desayuno en su sitio. ¡Todo un logro, sí señor! Las personas se comían unas a otras, Susan agonizaba después de que un vecino decidiera que su cara formaba parte del menú del día, y él se sentía orgulloso de haber evitado potar después de haber visto a un perro comiéndose un cacho del brazo de su dueño. Definitivamente el mundo se había ido a la mierda. Y como ingrediente extra, ese pesado hedor a muerte y destrucción que flotaba en el ambiente y que empezaba a aturdirle. La calle apestaba a gasolina, y un par de columnas de humo crecían delante de sus narices. La más grande estaba formada por un espeso humo negro que venía de la sede en llamas de Realty Xperts y se elevaba varios metros en el aire. Durante un instante recordó a Harvey y volvió a preguntarse cómo habría perdido el brazo. La otra humareda era una pequeña nube de vapor que surgía del radiador destrozado de un Chevrolet Chevelle del ´70 que estaba empotrado contra la parte trasera de la casa de la señora Hendrix. ¡Qué pena! Dean Harrelson había trabajado duro restaurando el Chevy durante más de dos años y ahora esa belleza necesitaba de nuevo pasar por el taller. Recordó vagamente que el verano pasado había acudido en un par de ocasiones, cerveza en mano, a casa de Dean a echarle una mano con el motor de seis cilindros. Y ahora el automóvil volvía a estar para el arrastre y quién sabe, puede que Dean estuviera dando tumbos por el vecindario aún faltándole un brazo o una pierna.
Antes de estamparse, el coche había dejado en el asfalto las marcas de una prolongada frenada y las huellas de neumático quemado se extendían a lo largo de veinticinco o treinta metros como mínimo. Y no sólo eso: el Chevrolet se había llevado a alguien por delante mientras frenaba, y los restos de ese pobre desgraciado descansaban al sol, desparramados en medio de la calzada. Jeff acertó a distinguir unas piernas embutidas en unas Converse rojas y un amasijo de huesos y entrañas. Sangre en cantidades industriales y poco más.
Entonces empezó el movimiento, y como si de un grotesco parto se tratase, Dean comenzó a salir del Chevrolet a través del parabrisas, tratando de arrastrarse sobre el arrugado capó. Tenía la mirada perdida y su rostro se había contraido en una mueca tan horrible como patética. El golpe contra el volante había deformado su cráneo, y el frontal presentaba unas abolladuras similares a las que recorrían el chasis de su coche. Se había descolgado hasta el suelo por el capó y tenía las piernas retorcidas y dobladas en una serie de ángulos tan inverosímiles que resultaba imposible que pudiera tan siquiera mantenerse en pie. Pero eso no parecía importarle y reptaba con insistencia hacia ellos. Para colmo de males, desde la orilla de la carretera la escena era observada por tres pares más de esos ojos dementes y extraviados.
¡Joder Jeff, ahí dentro has visto como tus vecinos se peleaban por las tripas de Donna!
¡MUEVE EL CULO O SEREMOS LOS PRÓXIMOS!
Otra vez la voz. Era imposible que Susan hubiera sido capaz de articular palabra alguna dado su terrible estado. Estaba inconsciente y muy pálida, y su cuerpo se estremecía de una forma que a él le parció alarmante. Unas oscuras ojeras se cernían sobre sus párpados cerrados y pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. Junto a la comisura de lo que le quedaba de boca se había formado una especie de pasta blanca y reseca. A pesar de todo eso, a pesar de su mutilado rostro, le seguía pareciendo la mujer más hermosa del mundo, y moriría por ella si fuera necesario.
Al alzar la vista distinguió la verja blanca. Con un sencillo cálculo llegó a la conclusión de que apenas setenta metros le separaban del 1138 de la calle Sesenta y Nueve. Hogar Dulce Hogar. Tenía claro que su única oportunidad era volar sobre el asfalto, correr sin mirar atrás y alcanzar cuanto antes la entrada de casa. Ya tendría tiempo después para plantearse ciertas cosas e intentar responder a los innumerables interrogantes que le nublaban la mente. Lo cierto es que no parecía difícil: seguía más o menos en forma, apenas había engordado un par de kilos desde que acabó el instituto, y Susie seguía manteniendo esa silueta esbelta que en su día le sirvió para ser coronada Reina del Baile en el último curso.
La imagen de su paisano Kurt Warner en la Super Bowl del 2000 tomó forma entre sus pensamientos, librándose de hasta cuatro defensores en apenas veinte yardas y consiguiendo un touchdown definitivo. Aquel día Warner hizo campeón a los St. Louis Rams y fue elegido MVP de la final… ¿Por qué no intentarlo? Salvando las distancias, el objetivo era similar: aquellos dementes hambrientos eran obstáculos letales que se interponían entre él y su particular zona de anotación, y en lugar de un anillo de campeón recibiría una nueva oportunidad de sobrevivir. Era ahora o nunca, y echó a correr como alma que lleva el diablo sin pensarlo dos veces, y a pesar de que a mitad de recorrido ya le ardían los pulmones, Jeff siguió avanzando hacia el punto seguro esquivando manotazos, dentelladas y débiles intentos de placaje por parte de los que hasta hace bien poco eran seres humanos. Los últimos metros fueron una auténtica agonía: las piernas le temblablan tanto que creía que en cualquier momento iban a fallarle y estuvo a punto de desplomarse justo ante su meta. Dio una patada a la verja y entró en casa abriendo la cerradura torpemente con una mano temblorosa más propia de un enfermo avanzado de alzheimer que de un hombre de su edad. Se derrumbó nada más cruzar la puerta, aunque entre sus brazos seguía aferrando a su prometida con todas sus fuerzas, como si tratara de evitar con ese férreo abrazo que la escasa vida que albergaba en su interior la abandonara. Prolongando un poco más el esfuerzo que había invertido en llegar hasta la casa, consiguió subir las escaleras para llegar hasta el dormitorio, donde Susie podría descansar hasta que decidiera qué hacer ante la caótica y desconcertante situación que ahora se le presentaba.
Depositó con suma delicadeza el pequeño cuerpo de la chica sobre la cama de matrimonio y la besó en la frente. Mientras trataba de recuperar el aliento, Jeff se percató de que Susie no temblaba desde hacía un rato. Asió la delgada muñeca derecha de la chica en un intento de encontrar algo de pulso, pero fue en vano. Miró su pecho inmóvil y confirmó que ni subía ni bajaba. Acercó un oido a la descarnada boca…negativo, no salía ni un ápice de aire de sus pulmones. Las lágrimas empezaron a aflorar a sus ojos ante la confirmación de la desgracia: Susan había muerto y ese vecino desquiciado había firmado su sentencia de muerte con aquel mordisco. Le había arrancado algo más que un pedazo de cara: le había arrebatado la vida. Se acabó el verano para Susie, no habría más Vanilla Galaxy de cinco pavos con doble de nata ni charlas con Donna sobre el calor de Des Moines en verano. Jeff empezó a pensar en la mayor ilusión de su prometida: la boda se había esfumado para siempre, y Susie no acudiría al altar del brazo de su padre, ni podría entregarle el ramo de novia a su hermana Megan. Se acabaron las flores decorando la pequeña capilla al aire libre en Polk County, y Elvis Presley no sonaría durante la ceremonia. La muerte de Susie no fue más que la terrible confirmación de que todo aquello había acabado esa misma mañana, mucho antes de que su prometida fuera mordisqueada. Toda la humanidad se había ido a tomar por el culo, y eso incluía el pequeño mundo de Jeff y Susan.
Entre lágrimas y rezumando rabia e impotencia, cubrió el cuerpo con una sábana y abandonó la habitación caminando de espaldas hacia la puerta, sin dejar de mirar a aquella a la que había querido con toda su alma y que ahora yacía inerte en la cama donde tantas veces se habían amado. Un enorme rayo de luz iluminaba el pasillo y Jeff pudo ver como un buen puñado de brillantes motas de polvo bailaban dentro del haz. Cerró tras de sí la puerta del dormitorio y a duras penas consiguió alcanzar el balcón al final del pasillo. Jeff maldijo su suerte y lloró desconsolado durante un buen rato. La inmensidad azul del cielo se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el sol se alzaba radiante como testigo privilegiado de la demencia que asolaba la faz de la tierra. ¿De quién había sido la idea de ir al Dairy Queen? Susan seguiría con vida de no haber salido de casa esa maldita mañana… Bah, daba igual, nadie tenía la culpa de eso. Iban prácticamente todos los dias, asi que... Además, podía haber ocurrido mientras hacían la compra, o en la peluquería…De nada servía regodearse en aquel farragoso sentimiento de culpabilidad.
Un lúgubre lamento interrumpió abruptamente aquella espiral de pensamientos y desvió su atención hacia la pequeña avenida que se extendía hasta el Dairy Queen. Lo que Jeff advirtió a escasos metros de casa le dejó helado: aquellos seres, mitad humanos y mitad cadáveres, habían empezado a congregarse bajo su ventana y elevaban sus gemidos guturales como un espantoso coro de ultratumba. ¡Y el colmo era que miraban hacia arriba! ¡Miraban a Jeff! Se le escapó una sonora carcajada que resonó por encima de las voces de los muertos con la fuerza de un vivo demente. Allí estaban casi todos sus vecinos, o lo que quedaba de ellos: la señora Hendrix le miraba con un solo ojo inerte e inexpresivo tras sus gruesas gafas hechas añicos; Billy Derry también estaba allí junto a su esposa, inseparables aún en la muerte; el cartero que sustituía al señor Allen en verano también había acudido, al menos lo que quedaba de él de cintura para arriba, y hasta Dean Harrelson se había arrastrado como una serpiente de cascabel y había llegado justo a tiempo. Pero…¿a tiempo de qué?
¿Jeff?¿Estás ahí, maldito hijo de puta?
La puerta del dormitorio sonó a sus espaldas y Jeff giró bruscamente en la dirección del sonido. Un sabor extraño descendió por su garganta, como si hubiera tragado de golpe un cóctel de sorpresa y miedo, con unas gotas de amarga esperanza: Susie estaba allí de pie, contemplándole con esa mueca descarnada que transformaba su antaño dulce rostro en una terrible máscara digna de cualquier monstruo de película de serie B, pero esta vez creyó distinguir algo más, una innegable sonrisa irónica que por el lado donde le faltaba la mejilla se extendía hasta casi el lóbulo de la oreja. Tragó saliva cuando la reanimada Susie echó a andar en dirección suya con los brazos extendidos…
Jeff, ¿ibas a dejarme sola, cariño? Querías abandonarme ahí tirada, como un cacho de carne muerta,, ¿verdad? ¡VEN, VEN CONMIGO!
Cada paso que Susie daba en su dirección era contrarrestado por otro hacia atrás de Jeff, quien se acercaba inexorablemente al balcón, viendo cómo sus vías de escape se esfumaban a medida que ella se le echaba encima. El nauseabundo hedor que despedía el cuerpo reanimado de su prometida le aturdía los sentidos en comunión con la espantosa imagen de tener ante sí a la que minutos antes había sido el amor de su vida, convertido ahora en un muerto viviente con, sospechaba, unas intenciones no demasiado halagüeñas.
¡VEN, VEN! ¡Dijiste que me amarías hasta el fin del mundo! ¡VEN, VEN, VEN!
El cadáver le cayó encima como un alud y Jeff apenas pudo responder agarrando las muñecas de Susie e impiendo que aquellas manos, ahora garras ansiosas, se cerraran en torno a su cuello. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza, y aún así le costaba retener el ímpetu y la furia de la muerta. Era increible que una persona que hace un momento apenas si se sostenía en pie por sí sola y que moría después de haber perdido una considerable cantidad de sangre ejerciera ahora aquella fuerza sobrehumana. Las mandíbulas de aquella cosa se abrían y cerraban con un sonoro chasquido a escasos centímetros de la nariz de Jeff, que se esforzaba por aguantar la fetidez que emanaba de su deformada boca.
¡Hasta el fin del mundo, Jeff! ¡VEN! ¡EL FIN DEL MUNDO HA LLEGADO!
El forcejeo no duró mucho y ambos, fundidos en un insólito y grotesco abrazo, se precipitaron al vacío desde el balcón. Jeff escuchó perfectamente el chasquido de su espalda cuando se rompió contra el suelo empedrado de su jardín, contempló aterrado como Susie la Reanimada se sentaba a horcajadas sobre él con esa innegable sonrisa irónica de la talla XL, y justo antes de que su prometida le arrancara la cara a mordiscos, la voz de Stanley Harvey, que estaba justo a su lado, resonó en su cabeza…
¡Vamos Jeff! ¡PUEDES BESAR A LA NOVIA!
Como todo lo inherente al ser humano, es volátil e inestable. A veces la línea que separa la cordura de la locura es tan fina e imperceptible que no se sabe a ciencia cierta cuando estás de visita en un lado u otro, nunca sabes cuando se va a producir ese chasquido que convertirá tu cabeza en un jodido avispero, ni cuando vas a tener la desgracia de contemplar con tus propios ojos un espectáculo tan bizarro y desconcertante como para licuar tu cerebro y convertirlo en souflé de sesos, dejándote medio catatónico y sumido en la desesperación. Esas cosas llegan sin avisar: el mal fario, las malas noticias, lo extraño e inexplicable… Te sorprenden, sobrevienen de manera inesperada, dejándote sin margen de maniobra, sin que apenas tengas tiempo de despedirte del bando de los sensatos. En apenas un instante ya eres un zumbado más.
Además, cuando todo el mundo se vuelve loco, mantenerse cuerdo es simplemente demencial.
Jeff emprendió su particular viaje hacía el Planeta Majareta el día en que gran parte de la población mundial decidió comprobar si realmente la carne humana sabía a pollo, al mismo tiempo que los muertos se unían a la fiesta, hartos de vivir confinados bajo toneladas de tierra. Fue testigo directo de ese “despertar” cuando algunos de sus vecinos de Windsor Heights irrumpieron en el Dairy Queen aquella mañana, inundando el pequeño local con sus extraños gemidos y lamentos, como una especie de gárgaras intercaladas con un rechinar de dientes que ponía los pelos de punta. El chaval de los Morrison, Billy Derry y su mujer, la señora Hendrix… Todos se abalanzaron sobre los pobres desgraciados que se encontraban desayunando, ajenos al hambre y a la furia que se les venía encima, incapaces de evitar la lluvia de dentelladas y aquellas manos, crispadas como garras, que pronto les dejarían reducidos a despojos humanos.
Stanley Harvey, que trabaja en la inmobiliaria Realty Xperts justo enfrente de la cafetería, atravesó una de las ventanas aterrizando a menos de un palmo de la mesa en la que Jeff y Susan charlaban animosamente. Era inevitable dirigir la mirada hacia el lugar donde debería haber estado su brazo derecho sustituido por una grotesca y sanguinolenta amalgama de jirones de camisa y colgajos de carne en torno a un par de enormes y brillantes astillas de hueso.
Sin posibilidad de apearse de ese demencial tren que circulaba ya a toda máquina, Jeff alcanzó el punto de no-retorno en el mismo instante en el que el señor Harvey se incorporó apoyándose en su único brazo y le dió un enorme mordisco a Susan delante de sus propios ojos. Todo ocurrió en cuestión de segundos, como si uno de esos prestidigitadores de pacotilla hubiera envuelto la cabeza de la pobre chica en un ridículo pañuelo de raso con estrellitas y... ¡CHAN-TA-TA-CHAAAAN!! ¡Media cara de Susan ha desaparecido entre los dientes de tu vecino! Evidentemente, Jeff jamás había visto un espectáculo de magia semejante, donde los aplausos habían sido sustituidos por los casi obscenos sonidos de los huesos crujiendo y rasgando la carne, del rítmico borboteo de Dios sabe qué clase de fluidos salpicando el suelo, y Webb Pierce cantando “You´re not mine anymore” sonando de fondo en la KJJY. Pura ironía.
¡Jeff, ayúdame! ¡Quitamelo de encima, por Dios! ¡¡¡JEEEEEFF!!!
No fue el telón el que cayó como colofón al sobrecogedor número del señor Harvey, sino Susie, la Masticada, quien se precipitó hacia el suelo desde su silla, derramando el Vanilla Galaxy de cinco pavos (doble de nata, oferta especial de la semana!) sobre el espeso charco de oscura sangre que ya se habia formado en la mesa. Jeff contemplaba la dantesca escena atónito, agarrándose la cabeza con ambas manos y tratando de reprimir las naúseas y el miedo que le impregnaba por completo, como una especie de sudor especialmente pegajoso. Permaneció así durante unos interminables segundos, entre temblores y boqueando en busca de la cordura que le abandonaba a borbotones. Del mismo modo, la sangre manaba de la cara destrozada de Susie que también abría y cerraba la boca desde el suelo de forma dramática, tratando de introducir aire en unos pulmones cada vez más encharcados. La dentellada del señor Harvey le había arrancado la carne de la mejilla izquierda desde el ojo hasta la barbilla, dejando parte de la dentadura y el reluciente hueso del pómulo al aire y convirtiendola en candidata número uno a Miss Sonrisa Descarnada.
¡Jeff, ese estúpido vecino tuyo acaba de arrancarme media cara! ¡¡Mueve el culo, joder!! ¡Ayúdame!
Aún no había terminado de engullir el carillo de Susan cuando algo llamó poderosamente la atención del señor Harvey. Con la sangre fresca aún resbalandole por la barbilla, levantó la cabeza hacia el lugar donde Donna Cole se deshacía en agudos chillidos mientras estaba siendo literalmente descuartizada en vida, llenando las cubetas de helado con algo similar al sirope de frambuesa, pero más oscuro, espeso y que además despedía un fuerte olor metálico. Stanley no dudó en sumarse a la fiesta, y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba escarbando con la mano que le quedaba en el pecho de la camarera. Pobre chica. Donna odiaba pasar las vacaciones de verano en Des Moines, donde el calor solía ser asquerosamente húmedo y pegajoso, y tenía pensado pasar algunos días en la casa que su tia Kathy tenía en Pahokee, a orillas del lago Okeechobee. Después de la carnicería, los restos que quedaran de ella pasarían el primero de muchos veranos pudriéndose a la sombra tras el mostrador del Dairy Queen.
Jeff seguía totalmente imóvil, paralizado contemplando cómo se le escapaba la vida a Susie. La irregular respiración de la chica y las pequeñas burbujas que se formaban en la sangre alli donde minutos antes había estado su ligeramente maquillada mejilla le tenían completamente atenazado por el horror. El silbido que el aire producía al escapar por el agujero de la cara de Susan era como una letanía que le estaba volviendo loco, retumbando en su cabeza. Él la quería, se lo dijo a sí mismo y también se lo dijo a ella con un hilillo de voz que apenas si pudo escapar de sus labios. Pero, ¿eso de qué servía ahora? Resultaba inútil, como intentar llenar el Gran Cañón con un susurro.
¡Por el amor de Dios, Jeff, espabila! ¿Vas a dejar que Stanley me arranque las tetas como a Donna?
¡Sácame de aquí! ¡VEN, VEN!
Esa voz llevaba un par de minutos resonando en su cabeza y guardaba un extraordinario parecido con la de Susan. Aquel ¡VEN! se incrustó como una espina en su sesera y comenzó a rebotar contra las paredes de su cráneo, resquebrajando el pánico que le tenía entumecido y rompiendo el hipnótico estado en que todo ese montón de sangre y las vísceras que volaban de un lado a otro del local le habían sumido. Segundos después se encontraba ante la puerta con Susan en brazos y dispuesto a abandonar ese lugar de pesadilla, ajeno a la matanza que continuaba a sus espaldas, tras el mostrador del Dairy Queen, donde los gritos de los vivos habian cesado y lo único que se escuchaba era un sonido asqueroso, similar al cochiqueo de los cerdos cuando comen.
A estas alturas supongo que ya os habreís dado cuenta que Jeff y Susan forman una encantadora pareja desde su último año juntos en el instituto Herbert Hoover. Es más, están recién prometidos. Tres meses antes del principio del fin, Jeff daba el esperado paso y a Susan se le iluminaba el rostro con una enorme sonrisa de felicidad, en la misma heladería y en la misma mesa en la que semanas después perdería media cara y toda una vida. Y aunque compartían techo desde hace varios años, la idea del matrimonio no cuajó en la mente de Jeff hasta que los oscuros nubarrones que ensombrecían su situación laboral se disiparon. El día que el señor Hicox, gerente del Van Wall Group, le comunicó su ascenso a Jefe de Ventas de Maquinaria Agrícola, Jeff compró un anillo de compromiso en la joyería de la señora Kathryn, a la que le rogó encarecidamente en varias ocasiones que no se le escapara ni una palabra, ya que para Susan iba a ser una tremenda sorpresa. Y vaya si lo fue.. Susan jamás olvidaría el momento en que Jeff sacó la alianza de la pequeña cajita de terciopelo y tomó su mano entre las suyas. Poco importó que el anillo hubiera costado tan sólo cuatrocientos dólares, o que la pedida hubiera sido en la heladería que había justo enfrente de casa… Tres meses después estaría, cómo decirlo… más o menos muerta.
Al cruzar el umbral de la puerta, la luz del sol le impactó de lleno en el rostro, y Jeff tuvo que bajar la cabeza unos instantes mientras sus ojos se adaptaban al torrente de luminosidad que bañaba esa radiante mañana de verano. En ese momento, y mientras caía en la cuenta de que sus zapatos estaban manchados con lo que él supuso que era sangre de Susan, un par de sutiles ladridos de satisfacción desviaron su atención un par de metros a la derecha. Allí, el pastor alemán de Harvey había encontrado el brazo perdido de su amo, convertido ahora que no lo necesitaba en un sabroso snack para perros. La grotesca visión del chucho devorando con fruición el miembro humano hizo que el estómago de Jeff empezara a contraerse y unas violentas arcadas hicieran acto de aparición.
¡Oh, vamos!, ¿no me digas que vas a vomitar? ¡Sólo es un perro hambriento dando buena cuenta de un poco de carne fresca!
La arenga le hizo apartar la vista y trató de olvidarse cuanto antes del perro y su golosina, inspiró profundamente un par de veces y finalmente consiguió mantener el desayuno en su sitio. ¡Todo un logro, sí señor! Las personas se comían unas a otras, Susan agonizaba después de que un vecino decidiera que su cara formaba parte del menú del día, y él se sentía orgulloso de haber evitado potar después de haber visto a un perro comiéndose un cacho del brazo de su dueño. Definitivamente el mundo se había ido a la mierda. Y como ingrediente extra, ese pesado hedor a muerte y destrucción que flotaba en el ambiente y que empezaba a aturdirle. La calle apestaba a gasolina, y un par de columnas de humo crecían delante de sus narices. La más grande estaba formada por un espeso humo negro que venía de la sede en llamas de Realty Xperts y se elevaba varios metros en el aire. Durante un instante recordó a Harvey y volvió a preguntarse cómo habría perdido el brazo. La otra humareda era una pequeña nube de vapor que surgía del radiador destrozado de un Chevrolet Chevelle del ´70 que estaba empotrado contra la parte trasera de la casa de la señora Hendrix. ¡Qué pena! Dean Harrelson había trabajado duro restaurando el Chevy durante más de dos años y ahora esa belleza necesitaba de nuevo pasar por el taller. Recordó vagamente que el verano pasado había acudido en un par de ocasiones, cerveza en mano, a casa de Dean a echarle una mano con el motor de seis cilindros. Y ahora el automóvil volvía a estar para el arrastre y quién sabe, puede que Dean estuviera dando tumbos por el vecindario aún faltándole un brazo o una pierna.
Antes de estamparse, el coche había dejado en el asfalto las marcas de una prolongada frenada y las huellas de neumático quemado se extendían a lo largo de veinticinco o treinta metros como mínimo. Y no sólo eso: el Chevrolet se había llevado a alguien por delante mientras frenaba, y los restos de ese pobre desgraciado descansaban al sol, desparramados en medio de la calzada. Jeff acertó a distinguir unas piernas embutidas en unas Converse rojas y un amasijo de huesos y entrañas. Sangre en cantidades industriales y poco más.
Entonces empezó el movimiento, y como si de un grotesco parto se tratase, Dean comenzó a salir del Chevrolet a través del parabrisas, tratando de arrastrarse sobre el arrugado capó. Tenía la mirada perdida y su rostro se había contraido en una mueca tan horrible como patética. El golpe contra el volante había deformado su cráneo, y el frontal presentaba unas abolladuras similares a las que recorrían el chasis de su coche. Se había descolgado hasta el suelo por el capó y tenía las piernas retorcidas y dobladas en una serie de ángulos tan inverosímiles que resultaba imposible que pudiera tan siquiera mantenerse en pie. Pero eso no parecía importarle y reptaba con insistencia hacia ellos. Para colmo de males, desde la orilla de la carretera la escena era observada por tres pares más de esos ojos dementes y extraviados.
¡Joder Jeff, ahí dentro has visto como tus vecinos se peleaban por las tripas de Donna!
¡MUEVE EL CULO O SEREMOS LOS PRÓXIMOS!
Otra vez la voz. Era imposible que Susan hubiera sido capaz de articular palabra alguna dado su terrible estado. Estaba inconsciente y muy pálida, y su cuerpo se estremecía de una forma que a él le parció alarmante. Unas oscuras ojeras se cernían sobre sus párpados cerrados y pequeñas gotas de sudor perlaban su frente. Junto a la comisura de lo que le quedaba de boca se había formado una especie de pasta blanca y reseca. A pesar de todo eso, a pesar de su mutilado rostro, le seguía pareciendo la mujer más hermosa del mundo, y moriría por ella si fuera necesario.
Al alzar la vista distinguió la verja blanca. Con un sencillo cálculo llegó a la conclusión de que apenas setenta metros le separaban del 1138 de la calle Sesenta y Nueve. Hogar Dulce Hogar. Tenía claro que su única oportunidad era volar sobre el asfalto, correr sin mirar atrás y alcanzar cuanto antes la entrada de casa. Ya tendría tiempo después para plantearse ciertas cosas e intentar responder a los innumerables interrogantes que le nublaban la mente. Lo cierto es que no parecía difícil: seguía más o menos en forma, apenas había engordado un par de kilos desde que acabó el instituto, y Susie seguía manteniendo esa silueta esbelta que en su día le sirvió para ser coronada Reina del Baile en el último curso.
La imagen de su paisano Kurt Warner en la Super Bowl del 2000 tomó forma entre sus pensamientos, librándose de hasta cuatro defensores en apenas veinte yardas y consiguiendo un touchdown definitivo. Aquel día Warner hizo campeón a los St. Louis Rams y fue elegido MVP de la final… ¿Por qué no intentarlo? Salvando las distancias, el objetivo era similar: aquellos dementes hambrientos eran obstáculos letales que se interponían entre él y su particular zona de anotación, y en lugar de un anillo de campeón recibiría una nueva oportunidad de sobrevivir. Era ahora o nunca, y echó a correr como alma que lleva el diablo sin pensarlo dos veces, y a pesar de que a mitad de recorrido ya le ardían los pulmones, Jeff siguió avanzando hacia el punto seguro esquivando manotazos, dentelladas y débiles intentos de placaje por parte de los que hasta hace bien poco eran seres humanos. Los últimos metros fueron una auténtica agonía: las piernas le temblablan tanto que creía que en cualquier momento iban a fallarle y estuvo a punto de desplomarse justo ante su meta. Dio una patada a la verja y entró en casa abriendo la cerradura torpemente con una mano temblorosa más propia de un enfermo avanzado de alzheimer que de un hombre de su edad. Se derrumbó nada más cruzar la puerta, aunque entre sus brazos seguía aferrando a su prometida con todas sus fuerzas, como si tratara de evitar con ese férreo abrazo que la escasa vida que albergaba en su interior la abandonara. Prolongando un poco más el esfuerzo que había invertido en llegar hasta la casa, consiguió subir las escaleras para llegar hasta el dormitorio, donde Susie podría descansar hasta que decidiera qué hacer ante la caótica y desconcertante situación que ahora se le presentaba.
Depositó con suma delicadeza el pequeño cuerpo de la chica sobre la cama de matrimonio y la besó en la frente. Mientras trataba de recuperar el aliento, Jeff se percató de que Susie no temblaba desde hacía un rato. Asió la delgada muñeca derecha de la chica en un intento de encontrar algo de pulso, pero fue en vano. Miró su pecho inmóvil y confirmó que ni subía ni bajaba. Acercó un oido a la descarnada boca…negativo, no salía ni un ápice de aire de sus pulmones. Las lágrimas empezaron a aflorar a sus ojos ante la confirmación de la desgracia: Susan había muerto y ese vecino desquiciado había firmado su sentencia de muerte con aquel mordisco. Le había arrancado algo más que un pedazo de cara: le había arrebatado la vida. Se acabó el verano para Susie, no habría más Vanilla Galaxy de cinco pavos con doble de nata ni charlas con Donna sobre el calor de Des Moines en verano. Jeff empezó a pensar en la mayor ilusión de su prometida: la boda se había esfumado para siempre, y Susie no acudiría al altar del brazo de su padre, ni podría entregarle el ramo de novia a su hermana Megan. Se acabaron las flores decorando la pequeña capilla al aire libre en Polk County, y Elvis Presley no sonaría durante la ceremonia. La muerte de Susie no fue más que la terrible confirmación de que todo aquello había acabado esa misma mañana, mucho antes de que su prometida fuera mordisqueada. Toda la humanidad se había ido a tomar por el culo, y eso incluía el pequeño mundo de Jeff y Susan.
Entre lágrimas y rezumando rabia e impotencia, cubrió el cuerpo con una sábana y abandonó la habitación caminando de espaldas hacia la puerta, sin dejar de mirar a aquella a la que había querido con toda su alma y que ahora yacía inerte en la cama donde tantas veces se habían amado. Un enorme rayo de luz iluminaba el pasillo y Jeff pudo ver como un buen puñado de brillantes motas de polvo bailaban dentro del haz. Cerró tras de sí la puerta del dormitorio y a duras penas consiguió alcanzar el balcón al final del pasillo. Jeff maldijo su suerte y lloró desconsolado durante un buen rato. La inmensidad azul del cielo se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el sol se alzaba radiante como testigo privilegiado de la demencia que asolaba la faz de la tierra. ¿De quién había sido la idea de ir al Dairy Queen? Susan seguiría con vida de no haber salido de casa esa maldita mañana… Bah, daba igual, nadie tenía la culpa de eso. Iban prácticamente todos los dias, asi que... Además, podía haber ocurrido mientras hacían la compra, o en la peluquería…De nada servía regodearse en aquel farragoso sentimiento de culpabilidad.
Un lúgubre lamento interrumpió abruptamente aquella espiral de pensamientos y desvió su atención hacia la pequeña avenida que se extendía hasta el Dairy Queen. Lo que Jeff advirtió a escasos metros de casa le dejó helado: aquellos seres, mitad humanos y mitad cadáveres, habían empezado a congregarse bajo su ventana y elevaban sus gemidos guturales como un espantoso coro de ultratumba. ¡Y el colmo era que miraban hacia arriba! ¡Miraban a Jeff! Se le escapó una sonora carcajada que resonó por encima de las voces de los muertos con la fuerza de un vivo demente. Allí estaban casi todos sus vecinos, o lo que quedaba de ellos: la señora Hendrix le miraba con un solo ojo inerte e inexpresivo tras sus gruesas gafas hechas añicos; Billy Derry también estaba allí junto a su esposa, inseparables aún en la muerte; el cartero que sustituía al señor Allen en verano también había acudido, al menos lo que quedaba de él de cintura para arriba, y hasta Dean Harrelson se había arrastrado como una serpiente de cascabel y había llegado justo a tiempo. Pero…¿a tiempo de qué?
¿Jeff?¿Estás ahí, maldito hijo de puta?
La puerta del dormitorio sonó a sus espaldas y Jeff giró bruscamente en la dirección del sonido. Un sabor extraño descendió por su garganta, como si hubiera tragado de golpe un cóctel de sorpresa y miedo, con unas gotas de amarga esperanza: Susie estaba allí de pie, contemplándole con esa mueca descarnada que transformaba su antaño dulce rostro en una terrible máscara digna de cualquier monstruo de película de serie B, pero esta vez creyó distinguir algo más, una innegable sonrisa irónica que por el lado donde le faltaba la mejilla se extendía hasta casi el lóbulo de la oreja. Tragó saliva cuando la reanimada Susie echó a andar en dirección suya con los brazos extendidos…
Jeff, ¿ibas a dejarme sola, cariño? Querías abandonarme ahí tirada, como un cacho de carne muerta,, ¿verdad? ¡VEN, VEN CONMIGO!
Cada paso que Susie daba en su dirección era contrarrestado por otro hacia atrás de Jeff, quien se acercaba inexorablemente al balcón, viendo cómo sus vías de escape se esfumaban a medida que ella se le echaba encima. El nauseabundo hedor que despedía el cuerpo reanimado de su prometida le aturdía los sentidos en comunión con la espantosa imagen de tener ante sí a la que minutos antes había sido el amor de su vida, convertido ahora en un muerto viviente con, sospechaba, unas intenciones no demasiado halagüeñas.
¡VEN, VEN! ¡Dijiste que me amarías hasta el fin del mundo! ¡VEN, VEN, VEN!
El cadáver le cayó encima como un alud y Jeff apenas pudo responder agarrando las muñecas de Susie e impiendo que aquellas manos, ahora garras ansiosas, se cerraran en torno a su cuello. Tuvo que hacer uso de toda su fuerza, y aún así le costaba retener el ímpetu y la furia de la muerta. Era increible que una persona que hace un momento apenas si se sostenía en pie por sí sola y que moría después de haber perdido una considerable cantidad de sangre ejerciera ahora aquella fuerza sobrehumana. Las mandíbulas de aquella cosa se abrían y cerraban con un sonoro chasquido a escasos centímetros de la nariz de Jeff, que se esforzaba por aguantar la fetidez que emanaba de su deformada boca.
¡Hasta el fin del mundo, Jeff! ¡VEN! ¡EL FIN DEL MUNDO HA LLEGADO!
El forcejeo no duró mucho y ambos, fundidos en un insólito y grotesco abrazo, se precipitaron al vacío desde el balcón. Jeff escuchó perfectamente el chasquido de su espalda cuando se rompió contra el suelo empedrado de su jardín, contempló aterrado como Susie la Reanimada se sentaba a horcajadas sobre él con esa innegable sonrisa irónica de la talla XL, y justo antes de que su prometida le arrancara la cara a mordiscos, la voz de Stanley Harvey, que estaba justo a su lado, resonó en su cabeza…
¡Vamos Jeff! ¡PUEDES BESAR A LA NOVIA!